viernes, 9 de junio de 2017

El Congreso

 Ricardo Garanda Rojas  (Literania-Madrid, abril 2017)


Me mandaron aquí y no sé muy bien cuál es mi misión, mi función. Tú te vas allí, recoges tu credencial y participas de los debates.
Di mi nombre. Si, usted viene por “provincias centrales”. Me cuelgan una tarjeta del cuello que así lo indica, y me dan una carpetilla con un bloc de folios en blanco, un bolígrafo de los que sobraron en la última campaña y un pisacorbatas que no sé muy bien a cuento de qué viene. Pienso que le daré otro uso porque mi cuello es bastante incompatible con las corbatas, es difícil abarcarlo, necesitaría camisas con cuellos especiales y mis gustos son demasiado sencillos para ello.


¿En qué Comisión va a participar usted?. No sé, nadie me explicó esto. Pues mire, hay tres entre las que elegir: la comisión de hacer cosas, la de debatir quienes y como se hacen y la de qué cosas. Déjeme que lo piense, por favor, las tres me parecen interesantes pero complicadas, luego vuelvo y se lo digo. De acuerdo, de momento le apunto entre los indecisos.

Mientras pensaba en cuál sería la mejor opción, di una vuelta por el hall del Palacio de Exposiciones y Congresos con la esperanza de que algo o alguien me ayudara a acertar en tan importante decisión. Ya de inmediato, y a falta de mayor observación, comprendí que había dos grupos de personas, unos alegres, que bromeaban en corro, pensé que estos serían los que estaban de acuerdo. Otros sin embargo iban deprisa para un lado y para otro, preguntando con premura a alguno del otro grupo y otorgando el tiempo escaso para un sí o un no, y seguir su acelerada marcha con un papel doblado en su mano dónde tomaban, también de manera acelerada, algunas notas. Pensé que estos serían los que no estaban de acuerdo.
No tardé mucho tiempo en descubrir mi error, los relajados congresistas que reían, hacían bromas sobre la marcha y disfrutaban del momento eran los que no estaban de acuerdo, y los correcaminos preocupados serían sus oponentes. No estaba entendiendo yo muy bien estos preliminares, pero bueno, tenía dos cosas importantes en qué pensar y no podía perder más el tiempo en disquisiciones sicológicas. Tenía que descubrir cuál era mi misión, mi función representando a las provincias centrales, y  lo que aún era más complicado, tenía que decidir a qué comisión iba.

Me acerqué de nuevo a la mesa dónde me habían colgado la expresión de mi identidad al cuello, a ese mismo cuello que a la vez quieren sujetar con una camisa bien abrochadita , atada con una corbata que, a su vez, para que no se escape al viento debiera ir sujeta con una pinza dorada, con apariencia de mini arma peligrosa, más que nada porque ya me parecía a mí que era el cierre de una peligrosa serie de sujeciones. Bien, que me desvío, me acerqué a la muchacha tan amable que me clasificó  de inestable o indeciso, ya no recuerdo. Aunque bien pensado no sé por qué he de considerar yo que esta chica fuera especialmente amable, digamos que su comportamiento fue normal, equilibrado, al fin y al cabo yo no había hecho ni dicho nada que la pudiera hacer inclinarse hacia un comportamiento grosero conmigo. Total, amable, normal o grosera, me acerqué a ella y la dije que había decidido ir a la comisión de Qué cosas hay que Hacer.

Mi decisión fue fruto de una profunda, o tal vez no tanto, reflexión sobre los descartes. Ir a la comisión de Quiénes y Cómo hacer las Cosas me parecía demasiado presuntuoso por mi parte ya que, de momento, ignoraba cuáles eran las cosas que tenían que hacer los quienes, y mucho más atrevido me parecía debatir sobre el cómo hacer esas cosas. Y desde luego, me parecía que iba a hacer un ridículo espantoso si me presentaba en la comisión de Hacer Cosas sin tener ni la más mínima idea de qué cosas eran las que había que hacer. A saber con qué sorpresa hubiese podido encontrarme en mi ignorancia.
Pues ya está, inscríbame usted en ésta comisión y empecemos por averiguar  qué cosas he venido yo aquí a debatir. Muy bien, muchas gracias, ahora que ya se ha decidido, le entrego estas tres cartulinas, una roja, otra azul y una tercera blanca. Son las papeletas de votación.
Debí de poner cara de estúpido, porque se sintió obligada a explicarme (ahora si hay que definirla como amable, otro conflicto resuelto) que tenía que levantar la cartulina azul si estaba a favor de lo que se proponía, la roja si estaba en contra o la blanca si no lo tenía claro, si no quería dar la razón a ninguno de los dos bandos, si necesitaba más tiempo para decidir, si las dos propuestas le parecían mal o ambas le parecían bien, si, aunque le gustara más una propuesta que otra no quería herir los sentimientos de nadie, o simplemente si le daba la gana levantar la cartulina blanca, que las apetencias irracionales también han de tener su espacio en cualquier sistema democrático.
Guardé con cuidado en la carpetilla las tres tarjetas que debería utilizar en misiones tan importantes como son las de estar a favor, en contra o no estar. Igualmente guardé la guía de restaurantes de los alrededores que me dio también la ya definitivamente amable chica de la comisión de Credenciales. Listado de lugares adecuados para comer que tuve que utilizar de inmediato porque la mañana se había ido gastando con tantos dimes y diretes, tantas dudas y observaciones de pasillo que supongo a todos y a todas nos sirvió para que las horas pasaran a velocidad de vértigo. En la puerta de la sala reservada para mi comisión un letrerito informaba que las reuniones comenzarían a las 17 horas. A comer.



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